Manifesto IDEGA 9
III.5. Contra la Nueva Clase, por la autonomía a partir de la base
La civilización occidental, al paso que se unifica, promueve hoy el ascenso planetario de una casta dirigente cuya única legitimidad reside en la manipulación abstracta (lógico-simbólica) de los signos y valores del sistema establecido. Esta Nueva Clase, que aspira al crecimiento ininterrumpido del capital y al definitivo reinado de la ingeniería social hoy triunfante, constituye el armazón de los medias, de las grandes empresas nacionales o multinacionales, de las organizaciones internacionales, de los principales organismos del Estado. En todas partes produce y reproduce el mismo tipo humano: fría competitividad, racionalidad desvinculada de lo real, individualismo abstracto, convicciones utilitaristas, humanitarismo superficial, indiferencia hacia la historia, notoria incultura, alejamiento del mundo vivo, sacrificio de lo real por lo virtual, propensión a la corrupción, al nepotismo y al clientelismo. Este proceso se inscribe en la lógica de concentración y homogeneización sobre la cual se basa la dominación mundial: cuanto más se aleja el poder del ciudadano, menos siente aquél la necesidad de justificar sus decisiones y de legitimar su orden; cuanto más propone la sociedad tareas impersonales, menos se abre ésta a los hombres de calidad; cuanto más se somete lo público a lo privado, menos reconocimiento general se otorga a los méritos individuales; cuanto más preciso se hace cumplir una función, menos posible resulta jugar un papel. Así la Nueva Clase despersonaliza y des-responsabiliza la dirección efectiva de las sociedades occidentales.
Tras el fin de la guerra fría y el hundimiento del bloque soviético, la Nueva Clase se halla de nuevo enfrentada a toda una serie de conflictos (entre el capital y el trabajo, entre la igualdad y la libertad, entre lo público y lo privado) que durante el medio siglo anterior había tratado de externalizar. Paralelamente, su ineficacia, sus despilfarros y su contraproductividad resultan cada vez más evidentes. El sistema tiende a cerrarse sobre sí mismo mediante la cooptación de los servidores de la máquina, como engranajes intercambiables entre sí, mientras los pueblos sienten indiferencia o cólera hacia una elite gestora que ya no habla el mismo lenguaje que ellos. En todos los grandes temas sociales crece el abismo entre unos gobernantes que repiten el mismo discurso tecnocrático de mantenimiento del desorden establecido y unos gobernados que sufren sus consecuencias en su vida cotidiana, mientras el espectáculo mediático levanta una pantalla para desviar la atención del mundo presente y lanzarla hacia el mundo representado. En la cúspide del sistema, la jerigonza tecnocrática, el parloteo moralizante y las rentas confortables; en la base, la áspera confrontación con la realidad, la insistente pregunta por el sentido y el deseo de hallar valores compartidos.
El objetivo de satisfacer la aspiración popular (o "populista"), que no siente más que desprecio hacia las "elites" e indiferencia ante unos clisés políticos tradicionales hoy obsoletos, pasa por hacer más autónomas las estructuras de base que se corresponden con los modos de vida (nomoi) reales y cotidianos. Para recrear de manera más convivencial unas condiciones de vida social que permitan al imaginario colectivo formar representaciones específicas del mundo, lejos del anonimato de masa, de la mercantilización de los valores y de la reificación de las relaciones sociales, las comunidades deben estar en condiciones de decidir por sí mismas en todos los campos que les conciernen, y sus miembros han de poder participar en todos los niveles de la deliberación y la decisión democráticas. El proceso no debe consistir en que el Estado-Providencia, burocratizado y tecnocrático, se descentralice en favor de las comunidades, sino en que sean las propias comunidades las que concedan al Estado el poder de intervenir única y exclusivamente en aquellos terrenos en que ellas no sean competentes.
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