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IDENTIDADE GALEGA

MANIFESTO IDEGA 5

 

Lo económico: más allá del mercado

Tan lejos como nos remontemos en la historia de las sociedades humanas, siempre hallaremos determinadas reglas que presiden la producción, la circulación y el consumo de los bienes necesarios para la supervivencia de los individuos y los grupos. Pero, contrariamente a lo que el liberalismo y el marxismo presuponen, la economía nunca ha constituido la "infraestructura" de la sociedad: la sobredeterminación económica (el "economicismo") es la excepción, y no la regla. De otra parte, numerosos mitos asociados a la maldición del trabajo (Prometeo, la violación de la Madre Tierra), del dinero (Creso, Gullveig, Tarpeia) o de la abundancia (Pandora), ponen de relieve que la economía fue muy pronto percibida como la "parte maldita" de toda sociedad, la actividad que amenaza con romper su armonía. La economía estaba entonces desvalorizada, y no porque no fuera útil, sino, precisamente, porque no era más que eso. Del mismo modo, se era rico porque se era poderoso, y no a la inversa —y en un contexto donde el poder estaba asociado a un deber de reparto y de protección de los subordinados. El "fetichismo de la mercancía" no es sólo un avatar del capitalismo moderno, sino que nos remite a una constante antropológica: la producción en abundancia de bienes diferenciados suscita la envidia, el deseo mimético, que a su vez produce el desorden y la violencia.

En todas las sociedades premodernas lo económico está encajado, contextualizado en los otros órdenes de la actividad humana. La idea de que el intercambio económico, desde el trueque hasta el mercado moderno, ha estado siempre regulado por la confrontación entre la oferta y la demanda, con la consecuente aparición de un equivalente abstracto (dinero) y de valores objetivos (valores de uso, de cambio, de utilidad, etc.), es una fábula inventada por el liberalismo. El mercado no es un modelo ideal, universalizable por su naturaleza abstracta. Antes que un mecanismo, es una institución, y como tal institución no puede ser abstraída de su historia ni de las culturas que la han engendrado. Las tres grandes formas de circulación de bienes son la reciprocidad (don asociado al contra-don, reparto paritario o igualitario), la redistribución (centralización y reparto de la producción por una autoridad única) y el intercambio. Estas formas no representan sucesivos "estadios de desarrollo", sino que siempre han coexistido más o menos a la vez. La sociedad moderna se caracteriza por la hipertrofia del intercambio mercantil: se ha pasado de la economía con mercado a la economía de mercado, y después a la sociedad de mercado. La economía liberal ha traducido la ideología del progreso en religión del crecimiento: cree que el "cada vez más" del consumo y la producción conducirá a los hombres a la felicidad. Y es innegable que el desarrollo económico moderno ha satisfecho determinadas necesidades primarias que hasta ese momento eran inaccesibles para la gran mayoría, pero no es menos cierto que el crecimiento artificial de las necesidades mediante las estrategias de seducción del sistema de objetos (publicidad) conduce necesariamente a un callejón sin salida. En un mundo de recursos finitos y sometidos al principio de entropía, el horizonte inevitable de la humanidad es un cierto decrecimiento.

La mercantilización del mundo, entre los siglos XVI y XX, ha sido uno de los fenómenos más importantes que la humanidad ha conocido por la amplitud de las transformaciones que ha impuesto. Su desmercantilización será uno de los principales desafíos del siglo XXI. Para ello es preciso volver al origen de la economía: "oikos-nomos", las leyes generales de nuestro hábitat en el mundo, leyes que incluyen los equilibrios ecológicos, las pasiones humanas, el respeto a la armonía y a la belleza natural y, de forma más general, todos los elementos no cuantificables que la ciencia económica ha excluido arbitrariamente de sus cálculos. Toda vida económica implica la mediación de un amplio abanico de instituciones culturales y de instrumentos jurídicos. Hoy, la economía debe ser recontextualizada en el mundo vivo, en lo social, en la política y en la ética.

II.5. La ética: construcción de sí

Desde los griegos, la ética designa para los europeos aquellas virtudes cuyo ejercicio constituye la base de la "vida buena": la generosidad contra la avaricia, el honor contra la vergüenza, el coraje contra la cobardía, la justicia contra la iniquidad, la templanza contra la desmesura, el sentido del deber contra la renuncia, la franqueza contra la doblez, el desinterés contra la avidez, etc. El buen ciudadano es el que tiende siempre hacia la excelencia en cada una de estas virtudes (Aristóteles). Tal voluntad de excelencia no excluye en modo alguno el que haya diversos modos de vida (contemplativa, activa, lucrativa, etc.), cada uno de los cuales obedece a códigos morales diferentes y que hallan su jerarquía en la ciudad: por ejemplo, la tradición europea, expresada en el antiguo modelo trifuncional, coloca a la sabiduría por encima de la fuerza, y a ésta por encima de la riqueza.

La modernidad ha suplantado la ética tradicional, a un tiempo aristocrática y popular, por dos tipos de morales burguesas: la moral utilitarista (Bentham), basada en el cálculo materialista de placeres y penas (es bueno aquello que aumenta el placer de la mayoría), y la moral deontológica (Kant), basada en una concepción unitaria de lo justo hacia la cual deberían tender todos los individuos acatando una ley moral universal. Esta última perspectiva subyace en la ideología de los derechos humanos, ideología que es al mismo tiempo una moral mínima y un arma estratégica del etnocentrismo occidental. Pero la ideología de los derechos humanos es contradictoria en sus propios términos. Todos los hombres tienen derechos, pero nadie puede ser titular de un derecho si es un ser aislado: el derecho sanciona una relación de equidad, y esto implica la preexistencia de lo social. Así pues, no cabe concebir ningún derecho si no hay previamente un contexto específico para definirlo, una sociedad para reconocerlo y para sentar su contrapartida en deberes, y unos medios de coacción suficientes para que tal derecho sea aplicado. En cuanto a las libertades fundamentales, éstas no se decretan, sino que exigen ser conquistadas y garantizadas. El hecho de que los europeos lo hayan logrado, imponiendo a base de luchas un derecho de gentes basado en la autonomía, en modo alguno implica que todos los pueblos del planeta hayan de contemplar de la misma manera la garantía de sus derechos.

En fin, contra el "orden moral", que confunde norma social y norma moral, hay que defender la pluralidad de las formas de la vida social, pensar simultáneamente el orden y su transgresión, Apolo y Dionisos. Para salir del relativismo y del nihilismo del "último hombre" (Nietzsche), que hoy se perfilan sobre un paisaje de materialismo práctico, es preciso restituir el sentido, es decir, volver a los valores compartidos, portadores de certezas concretas experimentadas y defendidas por unas comunidades conscientes de sí mismas.

II.6. La técnica: movilización del mundo

La técnica acompaña al hombre desde sus orígenes: la carencia de defensas naturales específicas, la desprogramación de nuestros instintos y el desarrollo de nuestras capacidades cognitivas han ido a la par con una transformación creciente de nuestro entorno. Pero durante mucho tiempo la técnica ha sido regulada por imperativos no técnicos: necesaria armonía del hombre, la ciudad y el cosmos; respeto a la naturaleza como casa del Ser; sumisión del poder (prometeico) a la sabiduría (olímpica); rechazo de la hybris, búsqueda de la calidad antes que de la productividad, etc.

La explosión técnica de la modernidad se explica por la desaparición de esos imperativos éticos, simbólicos o religiosos. Sus raíces remotas están en el imperativo bíblico: "Llenad la tierra y dominadla" (Génesis), que Descartes retomará dos milenios más tarde invitando al hombre a hacerse "amo y señor de la naturaleza". La escisión dualista teocéntrica entre el ser increado y el mundo creado se transforma así en escisión dualista antropocéntrica entre el sujeto y el objeto, donde el segundo queda entregado sin reservas a la dominación del primero. La modernidad ha sometido igualmente la ciencia (contemplativa) a la técnica (operativa), dando nacimiento a la "tecnociencia" integrada, cuya única razón de ser es transformar el mundo de manera cada vez más acelerada. Nuestro modo de vida ha conocido más transtornos en el siglo XX que en los quince mil años que le han precedido. Por vez primera en la historia humana, cada nueva generación debe integrarse en un mundo que la generación precedente no ha conocido.

La técnica se desarrolla por esencia como un sistema autónomo: todo nuevo descubrimiento es inmediatamente absorbido por el impulso global de operatividad, contribuyendo a reforzarlo y a hacerlo más complejo. El desarrollo reciente de las tecnologías de almacenamiento y circulación de la información (cibernética, informática) acelera a una velocidad prodigiosa esta integración sistémica, cuyo ejemplo más conocido es Internet: esta red no tiene centro de decisiones, ni control de entradas y salidas, pero mantiene y aumenta permanentemente la interacción de los millones de terminales conectadas a ella.

La técnica no es neutra, sino que obedece a un cierto número de valores que guían su curso: operatividad, eficacia, competitividad. Su axioma es simple: todo lo que es posible puede ser y será efectivamente realizado, dando por supuesto que sólo con más técnica pueden paliarse los defectos de las técnicas vigentes. La política, la moral o el derecho intervienen sólamente después para juzgar los efectos deseables o indeseables de cada innovación. La naturaleza acumulativa del desarrollo tecnocientífico —que conoce periodos de estancamiento, pero no de regresión— ha reforzado durante mucho tiempo a la ideología del progreso al certificar el aumento del poder humano sobre la naturaleza y al reducir sus riesgos e incertidumbres. La técnica ha dado así a la humanidad nuevos medios de existencia, pero al mismo tiempo le ha hecho perder sus razones para vivir, pues se diría que el futuro sólo depende de la extensión indefinida del dominio racional del mundo. De ahí resulta un empobrecimiento que, cada vez con mayor nitidez, es percibido como la desaparición de una vida auténticamente humana sobre la Tierra. Tras haber explorado lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, la tecnociencia pretende ahora someter al hombre mismo, que es la mismo tiempo sujeto y objeto de sus propias manipulaciones (clonación, procreación artificial, mapas genéticos, etc.). El hombre se convierte en simple prolongación de las herramientas que él mismo ha creado, adoptando una mentalidad tecnomorfa que aumenta su vulnerabilidad.

Tecnofobia y tecnofilia son actitudes igualmente reprobables. El conocimiento y sus aplicaciones no son censurables en sí mismos, pero lo que da valor a la innovación no es el simple hecho de su novedad. Contra el reduccionismo cientifista, el positivismo arrogante y el oscurantismo obtuso, lo importante es someter el desarrollo técnico a nuestras decisiones sociales, éticas y políticas, al mismo tiempo que a nuestra capacidad de anticipación (principio de prudencia), y reinsertarlo dentro de una visión del mundo como pluriverso y como continuum.

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