Manifesto de IDEGA 3
II. Fundamentos
"Conócete a ti mismo", decía la divisa délfica. La clave de toda representación del mundo, de todo compromiso político, moral o filosófico, reside en primer lugar en una antropología. Por otro lado, nuestras acciones se materializan en diferentes órdenes de la praxis, órdenes que representan otras tantas esencias de las relaciones de los hombres entre sí y con el mundo: lo político, la economía, la técnica y la ética.
II.1. El hombre: un instante de la existencia
La modernidad ha negado la existencia de una naturaleza humana (teoría de la tabla rasa) o la ha remitido a predicados abstractos desconectados del mundo real y de la existencia viva. De esta ruptura radical emergió el ideal moderno de un "hombre nuevo", maleable hasta el infinito por la transformación progresiva o brutal de su entorno. Esta utopía desembocó en las experiencias totalitarias del siglo XX. En el mundo liberal, el ideal del hombre nuevo se tradujo en la creencia supersticiosa en la omnipotencia del medio, idea que no ha generado menos decepciones, particularmente en el terreno educativo: en efecto, en una sociedad estructurada por el uso de la razón abstracta, son las capacidades cognitivas las que constituyen el principal determinante del status social.
El hombre es ante todo un animal, y como tal se inscribe en el orden de lo vivo, cuya edad se mide en cientos de millones de años. Si comparamos la historia de la vida orgánica con una jornada de 24 horas, la aparición de nuestra especie no ha sobrevenido hasta los últimos treinta segundos. El propio proceso de hominización hubo de emplear varias decenas de miles de generaciones para desarrollarse. En la medida en que la vida se propaga principalmente por la transmisión de información contenida en el material genético, el hombre no nace como una página en blanco: cada uno de nosotros es ya portador de las características generales de nuestra especie, a las que se añaden predisposiciones hereditarias hacia determinadas aptitudes particulares y determinados comportamientos. El individuo no decide esta herencia, que limita su autonomía y su plasticidad, pero que también le permite ofrecer resistencia a los condicionamientos políticos y sociales.
Pero el hombre no es solamente un animal: cuanto en él hay de específicamente humano —conciencia de su propia conciencia, pensamiento abstracto, lenguaje sintáctico, capacidad simbólica, aptitud para la constatación objetiva y el juicio de valor— no contradice su naturaleza, sino que la prolonga, confiriéndole una dimensión suplementaria y única. Por eso negar las determinaciones biológicas del hombre es tan absurdo como reducir sus rasgos específicos a la zoología. La parte hereditaria de nuestra humanidad no es más que el zócalo sobre el cual crece nuestra vida social e histórica: el objeto de los instintos humanos no está programado, de manera que el hombre posee siempre una parte de libertad (debe tomar decisiones tanto morales como políticas) cuyo único y verdadero límite natural es la muerte. El hombre es primeramente un heredero, pero puede disponer de su herencia. Histórica y culturalmente nos construimos sobre la base dada de nuestra constitución biológica, que es el límite de nuestra humanidad. El más allá de este límite puede ser denominado Dios, cosmos, nada o Ser: la cuestión del "por qué" no tiene aquí sentido, pues lo que está más allá de los límites humanos es por definición impensable.
IDEGA propone, pues, una visión equilibrada del hombre, que tiene en cuenta a la vez lo innato, las capacidades personales y el medio social. Recusamos las ideologías que acentúan abusivamente uno sólo de estos factores de determinación, ya sea el biológico, el económico o el mecánico.
II.2. El hombre: un ser arraigado, peligroso y abierto
El hombre no es ni bueno ni malo por naturaleza, pero es capaz de ser una cosa u otra. En esto es un ser abierto y "peligroso", siempre susceptible de superarse a sí mismo o de degradarse. Las reglas sociales y morales, como las instituciones o las tradiciones, permiten conjurar esta permanente amenaza alentando al hombre a construirse en el marco de unas normas que fundamentan, orientan y dan sentido a su existencia.
El término "humanidad", definido como el conjunto indistinto de los individuos que la componen, designa ya sea una categoría biológica (la especie), ya una categoría filosófica nacida del pensamiento occidental. Desde el punto de vista social-histórico, el hombre en sí no existe, pues la pertenencia a la humanidad está siempre mediatizada por una pertenencia cultural particular. Esta constatación no implica relativismo alguno: todos los hombres tienen en común su naturaleza humana, sin la cual no podrían entenderse, pero su común pertenencia a la especie se expresa siempre a partir de un contexto singular. Los hombres comparten las mismas aspiraciones esenciales, pero éstas cristalizan bajo formas siempre diferentes según las épocas y los lugares. La humanidad, en este sentido, es irreductiblemente plural: la diversidad forma parte de su misma esencia. La vida humana se inscribe necesariamente dentro de un contexto que precede al juicio, aun crítico, que los individuos y los grupos formulan sobre el mundo, y ese contexto modela tanto las aspiraciones como las finalidades que les son propias: en el mundo real sólo hay personas concretamente situadas. Las diferencias biológicas no son significativas en sí mismas, sino en referencia a unos rasgos culturales y sociales. En cuanto a las diferencias entre las culturas, no son ni el efecto de una ilusión, ni características transitorias, contingentes o secundarias. Todas las culturas tienen su "centro de gravedad" propio: culturas diferentes dan respuestas diferentes a las cuestiones esenciales. Por eso toda tentativa de unificarlas significa destruirlas. El hombre se inscribe por naturaleza en el registro de la cultura: ser de singularidad, su sitio está siempre en la intersección de lo universal (su especie) y lo particular (cada cultura, cada época). Así, la idea de una ley absoluta, universal y eterna, llamada a determinar en última instancia nuestros juicios morales, religiosos o políticos, carece de fundamento. Y esa la idea que está en la base de todos los totalitarismos.
Las sociedades humanas son a la vez conflictivas y cooperativas, sin que se pueda eliminar una de estas características en beneficio de la otra. La creencia irénica en la posibilidad de hacer desaparecer los antagonismos, en el seno de una sociedad reconciliada y transparente a sí misma, no es más válida que la visión hipercompetitiva (liberal, racista o nacionalista) que hace de la vida una guerra perpetua entre individuos o entre grupos. Es verdad que la agresividad forma parte de la actividad creadora y de la dinámica vital, pero también es cierto que la evolución ha favorecido en el hombre la aparición de comportamientos cooperativos (altruistas) que no se limitan a la esfera del parentesco genético. Por otra parte, las grandes construcciones históricas sólo han podido durar largo tiempo en la medida en que han sido capaces de establecer una armonía fundada en el reconocimiento del bien común, la reciprocidad de derechos y deberes, la ayuda y el reparto mutuos. Ni pacífica ni belicosa, ni buena ni mala, ni hermosa ni fea, la existencia humana se desarrolla en tensión trágica entre estos polos atractivos y repulsivos.
II.3. La sociedad: un conjunto de comunidades
La existencia humana es inseparable de las comunidades y de los conjuntos sociales en los que se inscribe. La idea de un "estado de naturaleza" primitivo en el que habrían coexistido individuos autónomos es pura ficción: la sociedad no es resultado de un contrato que los hombres suscriben con la finalidad de maximizar su mejor interés, sino de una asociación espontánea cuya forma más antigua es, sin duda alguna, el clan.
Las comunidades en las que se encarna lo social dibujan un complejo tejido de cuerpos intermedios situados entre el individuo, los grupos de individuos y la humanidad. Algunas de estas comunidades son heredadas (nativas), otras son escogidas (cooperativas). El lazo social, cuya autonomía nunca ha sabido reconocer la vieja derecha, y que en modo alguno se puede confundir con la "sociedad civil", se define ante todo como un modelo para las acciones de los individuos, no como el efecto global de éstas. Y reposa precisamente sobre el consentimiento compartido a esa anterioridad: se reconoce que el modelo es anterior. La pertenencia colectiva no anula la identidad individual, sino que constituye su base: cuando se abandona la comunidad de origen, normalmente es para unirse a otra. Nativas o cooperativas, todas las comunidades tienen por fundamento la reciprocidad. Las comunidades se construyen y se mantienen sobre la certidumbre, compartida por cada uno de sus miembros, de que todo lo que se le exige a cada uno puede y debe ser exigido también a los otros. Reciprocidad vertical de derechos y deberes, de contribución y redistribución, de obediencia y asistencia; reciprocidad horizontal de don y contra-don, de fraternidad, de amistad, de amor. La riqueza de la vida social es proporcional a la diversidad de los vínculos de pertenencia que propone; una diversidad que en todo momento se encuentra amenazada por defecto (uniformización, indiferenciación) o por exceso (secesión, atomización).
La concepción holista, según la cual el todo excede a la suma de sus partes y posee cualidades que le son propias, ha sido combatida por el individual-universalismo moderno, que ha identificado la idea de comunidad con la insoportable jerarquía, con el encierro en sí mismo o con el espíritu de campanario. Este individual-universalismo se ha desplegado bajo dos figuras: la figura política del contrato y la figura económica del mercado. Pero, en realidad, la modernidad no ha liberado al hombre emancipándolo de sus antiguas pertenencias familiares, locales, tribales, corporativas o religiosas; lo que ha hecho ha sido someterlo a otras coacciones, más duras por ser más lejanas, más impersonales y más exigentes: una sujección mecánica, abstracta y homogénea ha reemplazado a los viejos marcos orgánicos y multiformes. Más solitario, el hombre también ha quedado más vulnerable y más indefenso. Ha perdido el contacto con el sentido porque ya no le es posible identificarse con un modelo, porque para él ya no hay sentido en situarse en el punto de vista del todo social. El individualismo ha desembocado en la desafiliación y el aislamiento, la desinstitucionalización (la familia, por ejemplo, ya no socializa) y el secuestro del lazo social por parte de las burocracias estatales. Al hacer balance, el gran proyecto de emancipación moderna muestra más bien los perfiles de una alienación a gran escala. Las sociedades modernas pretenden reunir a individuos que se ven unos a otros como extraños y que carecen de cualquier atisbo de mutua confianza; por eso estas sociedades no pueden concebir ninguna relación social que no esté sometida a una instancia "neutra" de regulación. Las formas puras de tal instancia neutra son el librecambio (sistema mercantil de la ley del más fuerte) y la sumisión (sistema totalitario de obediencia al omnipotente Estado central). Hoy padecemos una forma mixta: mientras proliferan normas jurídicas abstractas que poco a poco van reglamentando cada palmo de la existencia, se desarrolla un control permanente de la relación con el prójimo para conjurar la amenaza de implosión.
Sólamente el retorno a las comunidades y a las ciudades de dimensiones humanas permitirá poner remedio a la exclusión, a la disolución del lazo social, a su reificación o a su juridización.
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