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IDENTIDADE GALEGA

AS NOSAS PROPOSTAS

MANIFESTO IDEGA 12

 

III.8. Contra el productivismo, por el reparto del trabajo

El trabajo (del latíntripalium, instrumento de tortura) nunca ocupó un lugar central en las sociedades arcaicas o tradicionales, incluidas aquellas que jamás conocieron la esclavitud. En la medida en que es una respuesta a las coacciones de la necesidad, el trabajo no puede en modo alguno realizar nuestra libertad —al contrario de la obra, donde uno expresa la realización de sí mismo. Es la modernidad, con su lógica productivista de movilización total de los recursos, la que ha hecho que el trabajo sea al mismo tiempo un valor en sí, la principal instancia de socialización y una forma ilusoria de la emancipación y la autonomía de los individuos ("la libertad por el trabajo"). Funcional, racional y monetarizado, este trabajo "heterónomo", que los individuos realizan más frecuentemente por obligación que por devoción, sólo tiene sentido bajo el punto de vista del intercambio mercantil y se inscribe siempre en un cálculo contable. La producción sirve para alimentar un consumo que la ideología de las necesidades ofrece, de hecho, como compensación del tiempo que se ha perdido para producir. Las antiguas tareas de proximidad han sido así progresivamente monetarizadas, empujando a los hombres a trabajar para otros con el fin de pagar a quienes trabajan para ellos. El sentido de la gratuidad y de la reciprocidad se ha ido borrando progresivamente en un mundo donde nada tiene ya valor, pero donde todo tiene un precio (es decir, donde lo que no puede ser cuantificado en términos de dinero es considerado desdeñable o no existente). Y así ocurre con demasiada frecuencia que en la sociedad salarial uno ha de perder su tiempo para ganarse la vida.

La novedad es que, gracias a las nuevas tecnologías, hoy producimos cada vez más bienes y servicios con cada vez menos hombres. Este incremento de productividad hace que el paro y la precariedad se conviertan hoy en fenómenos estructurales, y ya no coyunturales. Y por otro lado, favorece la lógica del capital, que se sirve del paro y de la deslocalización para reducir la capacidad de negociación de los asalariados. De ahí resulta que el hombre ya no sólo es explotado, sino que además se convierte en algo cada vez más inútil: la exclusión sustituye a la alienación en un mundo globalmente cada vez más rico, pero donde cada vez hay más pobres (con la consiguiente muerte de la teoría clásica según la cual la riqueza particular beneficiaba a la generalidad). Como el retorno a una situación de pleno empleo se ha hecho imposible, la vía de solución más adecuada habría de consistir en romper con la lógica del productivismo y en empezar a pensar, desde ahora mismo, cómo salir progresivamente de esta era en la que el trabajo asalariado se ha convertido en el modo fundamental de inserción en la vida social.

La disminución del tiempo de trabajo es un dato que hace obsoleto el imperativo bíblico ("ganarás el pan con el sudor de tu frente"). Hay que estimular el reparto y la reducción negociada del tiempo de trabajo, pensando fórmulas ágiles (anualización, descansos sabáticos, estancias de formación, etc.) para todas las tareas "heterónomas": trabajar menos para trabajar mejor y liberar tiempo para vivir. Por otra parte, en una sociedad como la actual, donde la oferta mercantil se extiende sin cesar mientras aumenta el número de quienes ven reducido o estancado su poder adquisistivo, se hace necesario disociar progresivamente trabajo y renta, estudiando la posibilidad de instaurar un salario general de existencia o una renta mínima de ciudadanía, dirigida sin contrapartidas a todos los ciudadanos desde su nacimiento hasta su muerte.

III.9. Contra la huida adelante financiera, por una economía al servicio de lo vivo

Aristóteles distinguía entre la "oeconomia", que aspira a satisfacer las necesidades de los hombres, y la "crematística", cuya única finalidad es la producción, la circulación y la apropiación del dinero. El capitalismo industrial se ha visto poco a poco dominado por un capitalismo financiero cuyo propósito es organizar la máxima rentabilidad a corto plazo, en detrimento del estado real de las economías nacionales y del interés a largo plazo de los pueblos. Esta metamorfosis se ha traducido en la desmaterialización de los balances empresariales, la titulación del crédito, el desencadenamiento de la especulación, la emisión anárquica de obligaciones no fiables, el endeudamiento de los particulares, de las empresas y de las naciones, el papel de primer plano que juegan los inversores internacionales y los fondos de inversión especulativos, etc. La ubicuidad de los capitales permite a los mercados financieros imponer su ley a los políticos. La economía real queda sometida a la incertidumbre y a la precariedad, mientras que las bolsas regionales de la inmensa burbuja financiera mundial estallan regularmente y ocasionan sacudidas que se propagan por todo el sistema.

Por otra parte, el pensamiento económico se ha petrificado en dogmas alimentados por formalismos matemáticos que aspiran al título de ciencia mediante la exclusión por principio de todo elemento no cuantificable. Así, los índices macroeconómicos (PIB, PNB, tasa de crecimiento, etc.) no indican nada sobre el estado real de una sociedad: las catástrofes, los accidentes o las epidemias se consignan en la contabilidad como valor positivo, pues aumentan la actividad económica.

Frente a una riqueza arrogante que no piensa más que en crecer especulando con las desigualdades y los sufrimientos que engendra, hay que volver a poner la economía al servicio del hombre dando prioridad a las necesidades reales de los individuos y su calidad de vida, instaurando a escala internacional una tasa sobre los movimientos de capital y anulando la deuda del Tercer Mundo al mismo tiempo que se revisa drásticamente el sistema del "desarrollo": prioridad para la autosuficiencia y para la satisfacción de los mercados interiores, ruptura con el sistema de la división internacional del trabajo, emancipación de las economías locales frente a los dictados del Banco Mundial y del FMI, adopción de reglas sociales y ambientales que encuadren los intercambios internacionales. Finalmente, conviene salir progresivamente del doble callejón sin salida que representan una economía dirigida ineficaz y una economía mercantil hipercompetitiva, reforzando al tercer sector (asociaciones, mutualidades, cooperativas) y a las organizaciones autónomas de ayuda mútua (sistemas de intercambios locales), basados en la responsabilidad compartida, la libre adhesión y la ausencia de afán de lucro.

Manifesto IDEGA 11

 

III.7. Contra la despolitización, por el reforzamiento de la democracia

La democracia no apareció con la Revolución de 1789, sino que constituye una tradición constante en Europa desde la ciudad griega y las antiguas "libertades" germánicas. La democracia no se reduce ni a las antiguas "democracias populares" de los países del Este, ni a la democracia parlamentaria liberal hoy dominante en los países occidentales. Por democracia no hay que entender el régimen de partidos, ni tampoco el corpus procedimental del Estado liberal de derecho, sino que democracia es, ante todo, el régimen donde el pueblo es soberano. No es la discusión perpetua, sino la decisión con la vista puesta en el bien común. El pueblo puede delegar su soberanía en los dirigentes que designe, pero no abandonarla en provecho de éstos. La ley de la mayoría, que se desprende del voto, no significa considerar que la verdad proceda del mayor número: no es más que una técnica que permite asegurar al máximo la concordancia de objetivos entre el pueblo y sus dirigentes. La democracia es, finalmente, el régimen más capaz para tomar a su cargo el pluralismo de la sociedad: resolución pacífica de los conflictos de ideas y relaciones no coercitivas entre la mayoría y la minoría, donde la libertad de expresión de las minorías se deduce de su posibilidad de ser la mayoría de mañana.

En la democracia, donde el pueblo es el sujeto del poder constituyente, el principio fundamental es el de la igualdad política. Este principio es distinto del de la igualdad en derecho de todos los hombres, que no puede dar origen a ninguna forma de gobierno (la igualdad común a todos los hombres es una igualdad apolítica, pues carece del corolario de una desigualdad posible). La igualdad democrática no es un principio antropológico (no nos dice nada acerca de la naturaleza humana), no plantea que todos los hombres hayan de ser naturalmente iguales, sino solamente que todos los ciudadanos son políticamente iguales, porque todos pertenecen por igual a la misma polis. Es, pues, una igualdad sustancial, fundada sobre la pertenencia. Como todo principio político, implica la posibilidad de una distinción; en este caso, entre ciudadanos y no-ciudadanos. La noción esencial de la democracia no es ni el individuo ni la humanidad, sino el conjunto de los ciudadanos políticamente reunidos como pueblo. La democracia es el régimen que, situando en el pueblo la fuente de la legitimidad del poder, se esfuerza por llevar a cabo lo mejor posible la identidad de gobernantes y gobernados: la diferencia objetiva, existencial, entre unos y otros nunca puede ser una diferencia cualitativa. Esa identidad es la expresión política de la identidad del pueblo, que, mediante la elección de sus gobernantes, adquiere la posibilidad de hacerse políticamente presente a sí mismo. La democracia implica, pues, un pueblo capaz de actuar políticamente en la esfera de la vida pública. El abstencionismo, el repliegue sobre la vida privada, le quitan todo su sentido.

La democracia está hoy amenazada por toda una serie de desviaciones y de patologías: crisis de la representación, intercambiabilidad de los programas políticos, hurto de la consulta al pueblo para las grandes decisiones que afectan a su existencia, corrupción y tecnocratización, descalificación de unos partidos convertidos en máquinas para hacerse elegir y cuyos dirigentes sólo son seleccionados por su capacidad para hacerse seleccionar, despolitización bajo el efecto de la doble polaridad moral-economía, preponderancia de lobbies que defienden sus intereses particulares contra el interés general, etc. A esto se añade el hecho de que hoy hemos salido ya de la problemática política moderna: todos los partidos son más o menos reformistas, todos los gobiernos son más o menos impotentes. La "toma del poder" en el sentido leninista del término ya no conduce a nada. En el universo de las redes, la revuelta es posible, no la revolución.

Volver al espíritu democrático implica no contentarse tan sólo con la democracia representativa, sino intentar poner en práctica en todos los niveles una verdadera democracia participativa ("lo que concierne a todos debe ser asunto de todos"). Para eso hay que desestatalizar la política, creando espacios ciudadanos desde la base: cada ciudadano debe ser actor del interés general, cada bien común debe ser señalado y defendido como tal dentro de la perspectiva de un orden político concreto. El cliente-consumidor, el espectador pasivo y el individuo reducido a mero poseedor de derechos privados son figuras que sólo podrán ser superadas a través de una forma radicalmente descentralizada de democracia de base, que dé a cada cual un papel en la elección y en el dominio de su destino. El procedimiento del referéndum podría ser igualmente reactivado por la iniciativa popular. Contra la omnipotencia del dinero, única autoridad suprema de la sociedad moderna, hay que imponer lo más posible la separación de la riqueza y el poder político.

Manifesto IDEGA 10

 

III.6. Contra el jacobinismo, por la Europa federal

El Estado-nación, engendrado por la monarquía absoluta y el jacobinismo revolucionario, es hoy demasiado grande para administrar los problemas pequeños y demasiado pequeño para afrontar los problemas grandes. En un planeta mundializado, el futuro pertenece a los grandes conjuntos de civilización capaces de organizarse en espacios autocentrados y de dotarse de la suficiente fuerza para resistir la influencia de los otros. Así, frente a los Estados Unidos y a las nuevas civilizaciones emergentes, Europa está llamada a construirse sobre una base federal que reconozca la autonomía de todos sus componentes y organice la cooperación entre las regiones y las naciones que la constituyen. La civilización europea se construirá sobre la suma —que no sobre la negación— de sus culturas históricas, permitiendo así a todos sus habitantes tomar plena conciencia de sus orígenes comunes. La clave de bóveda de esta Europa debe ser el principio de subsidiariedad: en todos los niveles, la autoridad inferior no delega su poder hacia la autoridad superior más que en los terrenos que escapan a su competencia.

Contra la tradición centralizadora, que confisca todos los poderes en un sólo nivel; contra la Europa burocrática y tecnocrática, que consagra los abandonos de soberanía sin remitirlos hacia un nivel superior; contra una Europa reducida a espacio unificado de libre cambio; contra la "Europa de las naciones", simple suma de egoísmos nacionales que no nos previene contra un retorno de las guerras; contra una "nación europea", que no sería más que una proyección ampliada del Estado-nación jacobino, Europa (occidental, central y oriental) debe reorganizarse desde la base hasta la cima, y los Estados existentes han de ir federalizándose hacia adentro para así mejor federarse hacia afuera, en una pluralidad de estatutos particulares atemperada por un estatuto común. Cada nivel de asociación debe tener su función y su dignidad propias, no derivadas de la instancia superior, sino basadas en la voluntad y en el consentimiento de todos los que en él participan. Así, a la cúspide del edificio sólo han de llegar las decisiones relativas al conjunto de los pueblos y comunidades federados: diplomacia, ejército, grandes decisiones económicas, puesta a punto de las normas jurídicas fundamentales, protección del medio ambiente, etc. La integración europea es igualmente necesaria en determinados campos de la investigación, la industria y las nuevas tecnologías de la comunicación. Respecto a la moneda única, debe estar administrada por un Banco Central sometido al poder político europeo.

Manifesto IDEGA 9

III.5. Contra la Nueva Clase, por la autonomía a partir de la base

La civilización occidental, al paso que se unifica, promueve hoy el ascenso planetario de una casta dirigente cuya única legitimidad reside en la manipulación abstracta (lógico-simbólica) de los signos y valores del sistema establecido. Esta Nueva Clase, que aspira al crecimiento ininterrumpido del capital y al definitivo reinado de la ingeniería social hoy triunfante, constituye el armazón de los medias, de las grandes empresas nacionales o multinacionales, de las organizaciones internacionales, de los principales organismos del Estado. En todas partes produce y reproduce el mismo tipo humano: fría competitividad, racionalidad desvinculada de lo real, individualismo abstracto, convicciones utilitaristas, humanitarismo superficial, indiferencia hacia la historia, notoria incultura, alejamiento del mundo vivo, sacrificio de lo real por lo virtual, propensión a la corrupción, al nepotismo y al clientelismo. Este proceso se inscribe en la lógica de concentración y homogeneización sobre la cual se basa la dominación mundial: cuanto más se aleja el poder del ciudadano, menos siente aquél la necesidad de justificar sus decisiones y de legitimar su orden; cuanto más propone la sociedad tareas impersonales, menos se abre ésta a los hombres de calidad; cuanto más se somete lo público a lo privado, menos reconocimiento general se otorga a los méritos individuales; cuanto más preciso se hace cumplir una función, menos posible resulta jugar un papel. Así la Nueva Clase despersonaliza y des-responsabiliza la dirección efectiva de las sociedades occidentales.

Tras el fin de la guerra fría y el hundimiento del bloque soviético, la Nueva Clase se halla de nuevo enfrentada a toda una serie de conflictos (entre el capital y el trabajo, entre la igualdad y la libertad, entre lo público y lo privado) que durante el medio siglo anterior había tratado de externalizar. Paralelamente, su ineficacia, sus despilfarros y su contraproductividad resultan cada vez más evidentes. El sistema tiende a cerrarse sobre sí mismo mediante la cooptación de los servidores de la máquina, como engranajes intercambiables entre sí, mientras los pueblos sienten indiferencia o cólera hacia una elite gestora que ya no habla el mismo lenguaje que ellos. En todos los grandes temas sociales crece el abismo entre unos gobernantes que repiten el mismo discurso tecnocrático de mantenimiento del desorden establecido y unos gobernados que sufren sus consecuencias en su vida cotidiana, mientras el espectáculo mediático levanta una pantalla para desviar la atención del mundo presente y lanzarla hacia el mundo representado. En la cúspide del sistema, la jerigonza tecnocrática, el parloteo moralizante y las rentas confortables; en la base, la áspera confrontación con la realidad, la insistente pregunta por el sentido y el deseo de hallar valores compartidos.

El objetivo de satisfacer la aspiración popular (o "populista"), que no siente más que desprecio hacia las "elites" e indiferencia ante unos clisés políticos tradicionales hoy obsoletos, pasa por hacer más autónomas las estructuras de base que se corresponden con los modos de vida (nomoi) reales y cotidianos. Para recrear de manera más convivencial unas condiciones de vida social que permitan al imaginario colectivo formar representaciones específicas del mundo, lejos del anonimato de masa, de la mercantilización de los valores y de la reificación de las relaciones sociales, las comunidades deben estar en condiciones de decidir por sí mismas en todos los campos que les conciernen, y sus miembros han de poder participar en todos los niveles de la deliberación y la decisión democráticas. El proceso no debe consistir en que el Estado-Providencia, burocratizado y tecnocrático, se descentralice en favor de las comunidades, sino en que sean las propias comunidades las que concedan al Estado el poder de intervenir única y exclusivamente en aquellos terrenos en que ellas no sean competentes.

Manifiesto IDEGA 8


III. Orientaciones

III.1. Contra la indiferenciación y el tribalismo, por unas identidades fuertes

Hoy planea sobre el mundo una amenaza de homogeneización sin precedentes, que como efecto de retorno ha conducido a las crispaciones identitarias: irredentismos sangrientos, nacionalismos convulsivos y chauvinistas, tribalizaciones salvajes, etc. El primer responsable de estas condenables actitudes es la globalización (política, económica, tecnológica, financiera) que las ha producido. Al negar a los individuos el derecho a inscribirse en identidades colectivas heredadas de la historia y al imponer un modo uniforme de representación, el sistema occidental ha hecho nacer, paradójicamente, formas delirantes de afirmación de lo propio. El miedo al Otro ha dejado lugar al miedo a lo Mismo. La cuestión de la identidad está llamada a cobrar una importancia cada vez mayor en los próximos decenios. En efecto, la modernidad, al quebrar los sistemas sociales que atribuían a los individuos un lugar en un orden reconocido, ha estimulado las preguntas sobre la identidad, despertando un deseo de comunión y de reconocimiento en la escena pública. Pero la modernidad no ha sabido ni querido satisfacer esas preguntas. Y el "turismo universal" no es más que una alternativa irrisoria al repliegue sobre sí mismo.

Frente a la utopía universalista y a las crispaciones particularistas, afirmamos la fuerza de las diferencias, que no son ni un estado transitorio hacia una unidad superior, ni un detalle accesorio de la vida privada, sino la sustancia misma de la existencia social. Estas diferencias son, por supuesto, nativas (étnicas, lingüísticas), pero también políticas. La ciudadanía designa al mismo tiempo la pertenencia, el compromiso y la participación en una vida pública que se distribuye en diversos niveles: así, es posible ser al mismo tiempo ciudadano del barrio, de la ciudad, de la región, de la nación y de Europa, según la naturaleza del poder delegado a cada una de estas escalas de soberanía. Por el contrario, no es posible ser "ciudadano del mundo", pues el "mundo" no es una categoría política. Querer ser ciudadano del mundo es remitir la ciudadanía a una abstracción que procede del vocabulario de la Nueva Clase liberal.
IDEGA defiende la causa de los pueblos porque juzgamos que el derecho a la diferencia es un principio cuya validez reside en su generalidad: sólo puede defender su diferencia quien también es capaz de defender la de los otros, lo cual significa que el derecho a la diferencia no puede ser instrumentalizado para excluir a los diferentes

III.3. Contra la inmigración, por la cooperación

Por su rapidez y por su carácter masivo, la inmigración de poblaciones, tal y como la conocemos hoy en Europa, constituye un fenómeno incontestablemente negativo. Esencialmente, la inmigración representa una forma de desarraigo forzoso, cuyas motivaciones son al mismo tiempo de orden económico —movimientos espontáneos u organizados desde países pobres y poblados hacia países ricos con menor vitalidad demográfica— y de orden simbólico —atracción de la civilización occidental, que se impone mediante la desvalorización de las culturas autóctonas en provecho de un modo de vida consumista—. No cabe achacar la responsabilidad de la inmigración a los inmigrantes, sino a los países industrializados, que, tras haber impuesto la división internacional del trabajo, han reducido al hombre a la condición de mercancía deslocalizable. La inmigración no es deseable ni para los emigrantes, que se ven obligados a abandonar su país natal por otro donde son acogidos como simples complementos de necesidades económicas, ni para las poblaciones de acogida, que sin haberlo deseado se ven enfrentadas a modificaciones frecuentemente brutales de su entorno humano y urbano. Es claro que los problemas de los países de origen no se van a resolver mediante transferencias generalizadas de población. En consecuencia, IDEGA es favorable a una política restrictiva de la inmigración, necesariamente combinada con un incremento sustancial de la cooperación con los países del Tercer Mundo, donde las solidaridades orgánicas y las formas de vida tradicionales aún están vivas, para superar los desequilibrios inducidos por la mundialización liberal.

III.4. Contra el sexismo, por el reconocimiento de los géneros

La diferencia entre los sexos es la primera y más fundamental de las diferencias naturales, pues nuestra humanidad no asegura su reproducción sino a través de ella: la humanidad, sexuada desde su origen, no es una, sino doble. Más allá de la biología, esta diferencia se reinscribe en los géneros masculino y femenino, que determinan en la vida social dos maneras de percibir al otro y al mundo, y constituyen para los individuos su modelo de destino sexuado. El hecho de que existan una naturaleza femenina y una naturaleza masculina no excluye el que los individuos de cada sexo puedan divergir respecto a ellas por mor de los azares genéticos o de las influencias socioculturales. Globalmente, sin embargo, numerosos valores y actitudes pueden atribuirse ya al género femenino, ya al masculino, según qué sexo sea el más apto para materializarlos: cooperación y competición, mediación y represión, seducción y dominación, empatía y desapego, relacional y abstracto, afectivo y directivo, persuasión y agresión, intuición sintética e intelección analítica, etc. La concepción moderna de unos individuos abstractos y liberados de su identidad sexual, que procede de una ideología "indiferencialista" que neutraliza la diferencia entre sexos, no es menos perjudicial para la mujer que el sexismo tradicional, que durante siglos ha considerado a las mujeres como hombres incompletos. Estamos aquí ante una variante de la dominación masculina, cuyo efecto principal fue excluir a las mujeres del campo de la vida pública para, finalmente, acogerlas... a condición de que se despojen de su feminidad.

El feminismo universalista, al pretender que los géneros masculino y femenino son simples construcciones sociales ("la mujer no nace, sino que se hace"), ha caído en una trampa androcéntrica que consiste en la adhesión a unos valores "universales" abstractos que, en último análisis, no son sino valores masculinos. Por el contrario, el feminismo diferencialista, al que se adhiere IDEGA, no duda en proponer que la diferencia de los sexos se inscriba en la esfera pública y en afirmar derechos específicamente femeninos todo ello favoreciendo, contra el sexismo y contra la utopía unisexual, la promoción tanto de los hombres como de las mujeres mediante la afirmación y la constatación del igual valor de sus naturalezas propias.